«Hemos trascendido la figura del escritor maldito que sufre»
Entrevista con Enza García Arreaza, poeta y escritora, residente en Iowa, Estados Unidos
Por Anisa Marsh y Nicol Navas
¿Cuál fue tu primer encuentro con la literatura? ¿Cuál fue tu escritor/a referente o lo que te cautivó de el/la?
A lo largo de los años he dado respuestas distintas. No porque esté mintiendo, sino porque creo que la memoria es así: una criatura con muchas versiones. Yo diría que mi primer acercamiento literario pudo estar relacionado con el descubrimiento de la astronomía y de la ciencia en general. Yo recuerdo querer primero que nada ser astrónoma. Un niño en el colegio había llevado un libro de mitología griega y, mientras estaba leyendo sobre eso, encontré un libro de astronomía viejo que ni siquiera sé de dónde salió ni por qué estaba en mi casa. Nunca fue precisamente una casa de lectores ni tuvimos una biblioteca, yo no heredé libros de mis padres ni nada por el estilo. Entonces recuerdo que esas dos circunstancias me despertaron y que, a partir de ahí, quería leer todo lo que estuviera a mi alcance. Luego tuve un momento que quise ser veterinaria, como le pasa a la mayoría de niños, y compraba revistas de mascotas. Seguí comprando revistas también de ciencias hasta que, finalmente, recuerdo que uno de los primeros cuentos que leí fue El ángel caído de Amado Nervo. Y en ese entonces todavía estaba en la escuela primaria. En algún momento ya en la escuela preparatoria recuerdo leer, porque lo buscaba en internet, los primeros cuentos de Cortázar y de Borges y pensaba “creo que me gustaría hacer esto también, creo que me gustaría inventar cosas”. Pero además era algo que siempre había estado haciendo desde que estaba muy pequeña, porque sí recuerdo estar todo el tiempo profundamente asustada y ansiosa por mi mamá, que era una persona muy difícil. Yo intentaba hablar de eso, pero creo que no me prestaban atención. Mi papá no sabía cómo responder a mi inquietud y a mi preocupación ante la enfermedad mental de mi mamá. Entonces yo recuerdo que anotar cositas en el cuaderno era la mejor manera de transitar el día. Y cuando digo anotar cositas era, pues sí, anotar una palabra o una frase o hacer un dibujo. Entonces más o menos allí yo enmarcaría el principio de mi existencia literaria.
¿Cuál fue la razón por la cual decidiste que no solo querías “escribir en silencio” y en cambio sacar a la luz aquellas “cositas” que anotabas? ¿De dónde surgió la necesidad de no encerrar las palabras en ti misma y publicar?
Yo escribo de las cosas que me importan y me obsesionan, que creo que no son muchas, y entre ellas diría que la principal es mi mamá. Mi mamá, como verán, es mi recurso favorito, es mi obra. Algo que cambió mi vida cuando era niña fue sentir que ella no me quería. O sea, la primera sensación de desamor, de tener el corazón roto y de rechazo venía de ella. Eso transformó por completo el modo en el que estaba en el mundo, y por supuesto me llenó de rabia y de miedo. En algún momento pensé torpemente que tenía que sobrevivir, que tenía que sobreponerme a eso y, en cierto modo, pienso que la arrogancia fue mi método de supervivencia. Tener el corazón roto desde el principio me ha llevado a buscar la manera de juntar los pedazos y decir “nadie va a poder conmigo”. Y pensaba “bueno hay muchas cosas malas en mi vida: mi mamá no me quiere, soy fea, me han dicho fea, gorda, india…”. Yo me sentía muy miserable y estaba desesperada por encontrar un motivo para no sentirme así. Pensaba “bueno y qué pasa si intento escribir”, porque además esto es algo que no me podían prohibir como me habían prohibido un montón de cosas.
Cuando quería ser astrónoma se burlaban de mí porque “ay que tonta, ¿cómo vas a ser astrónoma aquí? ¿qué vas a estudiar? Aquí no dan Astronomía en la universidad”. Nadie me dijo que podía estudiar Física en la Universidad Simón Bolívar de Caracas y luego postularme para hacer una maestría o un doctorado en cualquier otro lugar. Luego cuando decía que quería ser veterinaria “ay, pero qué tonta, te tendrías que mudar de ciudad y obviamente no te vas a mudar de ciudad”. Finalmente, dije que quería estudiar Filosofía, que fue lo que estudié en la universidad, y eso también fue un problema. Y creo que solamente me dejaron porque tuve un intento de suicidio y tuve que ir a terapia. Entonces creo que toda mi vida ha sido ese conflicto constante entre las prohibiciones de mi entorno familiar, de mi entorno cultural y social, y esta voracidad y arrogancia que me empuja todo el tiempo a decir “no mira, no me vas a destruir, no me vas a eliminar, no me vas a borrar porque qué fastidio, no me da la gana. No me pueden aniquilar más de lo que ya nos ha podido suceder”. Porque además lo pienso colectivamente. Yo tenía 11 años cuando este proceso político empezó, entonces también es muy difícil separar mi vida, mi crecimiento de eso, de lo que también le sucedió al país.
¿Ha cambiado tu escritura desde tu migración? ¿Crees que tu entorno, antes Puerto la Cruz, después Caracas y ahora Iowa ha influido en tu modo de escribir? Si es así, ¿cómo? Y si no, ¿cómo crees que mantienes tu voz poética inmutable?
Creo que vivo intentando responder esa pregunta. Yo diría que sí siento que ha cambiado, pero, por otro lado, pienso que es demasiado pronto o que estoy demasiado cerca todavía de ese proceso de cambio como para dar una respuesta acertada y cercana de lo que estoy viviendo. Es como si no estuviera en mí mientras vivo todo esto que por momentos me resulta espantoso, por momentos me resulta agotador y en otros momentos me resulta muy estimulante y divertido. Entonces estoy entusiasmada y pienso que voy a terminar la novela que empecé cuando estaba en Providence, y que no he vuelto a tocar desde que salí de allí y me mudé a Iowa. Por un lado, creo que me siento culpable porque pienso que mi proceso migratorio ha estado enmarcado en cierto privilegio. Creo que ha sido fácil teniendo en cuenta la situación de otros venezolanos. Pero al mismo tiempo siento que en cierto modo se me ha arruinado la vida. Anoche vimos la última película de Sofia Coppola On the Rocks y estaba a punto de ponerme a llorar o algo así, y yo le decía a James, mi esposo, “pero ¿qué miseria no? Estoy perdiéndome de los mejores años de mi papá para salir a conversar y ponernos a inventar”. Hay una rabia permanente, es decir, yo no recuerdo un momento en mi vida en que no sintiera rabia. La rabia de saber lo que ha sucedido en Venezuela y que, en cierto modo, yo no estoy aquí porque haya sido libre. Por supuesto, llegué acá porque tuve la maravillosa oportunidad de tener un empleo con la Universidad de Brown, y luego tenía una razón para quedarme porque quería hacer mi vida con este hombre.
Pero al mismo tiempo esa otra realidad está allí; estoy aquí por esas otras razones. Entonces hay una profunda amargura, y esa amargura sin duda infecta mi trabajo. Puedo decir con mucha precaución que sí, que mi modo de pensar y de escribir se ha visto afectado. No puedo reconocer todavía cuánto ha sido el alcance de ese cambio, pero supongo que al final lo que estoy escribiendo, o lo que no estoy escribiendo, es el resultado de esa vida arruinada. Entonces me imagino que ahora estoy en el proceso del trabajo arqueológico, viendo a través de esas ruinas.
En cuanto a las palabras “exiliada” y “desplazada” que distinguen ciertos grupos de personas que, debido a diferentes circunstancias, viven fuera de su país natal, ¿cómo te defines? ¿sientes que estás/eres exiliada o desplazada?
Es importante esa distinción entre ser o estar, y yo respeto la palabra que cada cual elija. No voy a entrar en ese debate porque lo último que quiero, sobre todo después de haber vivido una dictadura, es decirle a otra persona cómo sentirse o cómo definirse, pero en mi caso no usaría la palabra exiliada, para mí prefiero usar la palabra desplazada.
Teniendo en cuenta todo lo mencionado anteriormente de cómo ha influido tu biografía no solo familiar sino también la situación política que te tocó vivir, ¿crees que siempre existió la Enza poeta o se fue construyendo según sus circunstancias?
Yo recuerdo tener, qué sé yo, 6 o 7 años y estar viendo películas con mi familia, y prestar atención a las palabras. Recuerdo leer los subtítulos y quedarme pensando en las cosas que decían. Recuerdo haber empezado a distinguir entre el lenguaje común con el que hablamos y esa “otra cosa”. Y yo me preguntaba qué era esa otra cosa, pero no tenía una manera de encauzar esa curiosidad porque en mi casa no había lectores. El colegio era un ambiente todavía muy agresivo. Recuerdo con amargura, que incluso en el colegio se te tildaba de raro si te desviabas siquiera un poquitito de lo que debías estudiar. Yo recuerdo haberme sentido señalada no solamente por otros niños, también por los mismos maestros “bueno porque a ti te gusta leer esos libros raros”. Siento que eso estuvo ahí desde el principio, desde mucho antes de yo ver hacia donde se dirigía tanto mi tragedia personal como la posterior tragedia política y dictatorial de Venezuela. Mucho antes incluso de que yo decidiera que quería hacer “eso”. Recuerdo esa curiosidad fundacional.
¿Cuál crees que ha sido la identidad que has creado a raíz de tus poemas? Es decir, tu identidad únicamente entendida desde los destellos que ofrece de tu obra.
Creo que el concepto de identidad es un problema. Es todo un asunto porque no creo que la identidad sea algo inamovible, algo que construyes y ya está, listo, y lo ofreces al mundo. Yo por ejemplo pienso en mi identidad sobre todo cuando ya no soy escritora. Yo he estado pensando últimamente en qué voy a hacer. Me siento terriblemente asustada y ansiosa por estar acá siendo inmigrante cuando el proceso migratorio no avanza. Veo las noticias de venezolanos siendo deportados y, aunque no creo que esté todavía ante esa posibilidad, igual me asusta y me siento miserable. El futuro luce muy incierto. Frente a todo eso siento que queda muy poco espacio para ser escritora. Cuando tienes que resolver este tipo de asuntos, que era algo que vivía ya en Venezuela, cuando no tienes electricidad, no tienes agua potable, no sabes qué vas a comer y no puedes pensar porque tienes hambre, o no te has podido bañar y te sientes asqueroso e inmundo, y piensas en matarte… pues bueno, no creo que haya espacio allí para el ejercicio poético. Sobre todo, porque yo pienso que hemos trascendido la figura del escritor maldito que sufre y solamente tiene que acceder al conocimiento de sí mismo y del mundo a través del sufrimiento. Yo estoy harta de eso. Yo para escribir quiero estar en paz, quiero tener internet, haber comido tres veces, dejar de pensar en si mi mamá y mi papá están muriéndose de hambre, tener tranquilidad. Quiero incluso aburrirme, y en el aburrimiento quiero encontrar modos de sorprenderme.
Pero entonces siento que estoy de nuevo ante esa encrucijada en que me pregunto “bueno, ¿será que seguiré siendo escritora? No sé”. Y he descubierto entonces que no me asusta no ser escritora nunca más. Hace 10 años resultaba inconcebible para mí no ser escritora. Sobre todo, porque también he notado que he tenido todo este tiempo que estuve en la Universidad de Brown todos los elementos y toda la tranquilidad posible para escribir, y aun así no terminé ningún trabajo de ficción. Y entonces me encuentro ante esas preguntas: ¿soy todavía escritora o poeta? ¿he sido siempre poeta? ¿había escrito ficción solamente porque era la herramienta que necesitaba mientras estaba en Venezuela?. Yo creo que los poemas me ayudan a observar mi identidad, me ayudan a transitar las diferentes versiones de mí misma y a tomar nota de esa multiplicación de voces.
Ahora siento que eso está en consonancia con tener una vida bilingüe. Eso también ha tenido un peso muy importante en estos últimos tres años porque fue un cambio drástico. Una cosa es leer o tener que comunicarse en inglés por mi participación en el programa de Escritura Creativa la primera vez que vine acá a Estados Unidos, y otra es pasar a tener una vida en ese otro idioma, tener una relación sentimental tan importante que me exigía hacerlo porque en ese momento James no hablaba nada de español. Fue todo un cambio. De hecho, ahora que estoy hablando con ustedes, he notado que yo hablo a diario con mi papá y cuando hablo con él no pasa nada, soy yo, enteramente yo, con ese acento de mi ciudad y el modo en que le hablo a él. Pero cuando hablo con otra persona es un padecimiento. Pronuncio la “s” de una manera distinta, no recuerdo las palabras porque las estoy pensando en inglés y me siento como en un performance. Noto que cuando escribo uso frases más cortas y puedo perder el tiempo, porque, por ejemplo, pienso un adjetivo en inglés y luego tengo que buscar la traducción. A veces me pregunto si es que he olvidado palabras. Yo antes me burlaba de la gente, lo reconozco, que cuando empezaba a vivir en Estados Unidos o en Inglaterra olvidaban algunas palabras en español y yo decía como “ay, pero eso es como arrogante” pero no, ¡eso es verdad! Sí pasa. Y es muy gracioso y da el espacio para pensar, meditar alrededor del lenguaje que es una cosa muy importante para mí, y también hay tantas implicaciones raciales, espirituales en ese tipo de cosas.
“Cuando no tienes electricidad, no tienes agua potable, no sabes qué vas a comer y no puedes pensar porque tienes hambre, o no te has podido bañar y te sientes asqueroso e inmundo, y piensas en matarte… pues bueno, no creo que haya espacio allí para el ejercicio poético. Sobre todo, porque yo pienso que hemos trascendido la figura del escritor maldito que sufre y solamente tiene que acceder al conocimiento de sí mismo y del mundo a través del sufrimiento. Yo estoy harta de eso”.
Esto del idioma es fascinante, y sobre la traducción de tu obra, ¿crees que es un oficio que solo te corresponde a ti? ¿Traducir tus propias obras es un deseo o lo sientes como un deber?
Yo creo fervientemente en la traducción. No recuerdo la frase exacta, pero Brodsky tiene una idea tan maravillosa sobre la importancia de la traducción. Es un conductor anímico y social tan importante… Hay muchas implicaciones porque no puede ser exacto y, de pronto, traducir un poema o un cuento es traducir una cultura, buscar equivalencias o modos de conectar una cosa con la otra. A mí me encantaría que mi obra fuera traducida por otras personas, “toma, haz con ello lo que quieras, te lo entrego”. Pero también he traducido mi propia obra. Es un proyecto que he llevado a cabo por mí misma en privado y que he compartido con James y es fascinante sobre todo porque cuando estoy traduciendo algo mío, no sé si lo estoy traduciendo o lo estoy reescribiendo en inglés. Muchas veces me pasa que estoy traduciendo y termino escribiendo otra cosa y, aunque me dé vergüenza decirlo, por qué no: yo sí creo que he estado escribiendo poesía en inglés. Pero volviendo al asunto, estoy totalmente del lado de los traductores. Para mí son artistas ya que es una disciplina que requiere técnica, preparación y un poco de eso que llamamos inspiración. Me acuerdo también de Brodsky quejándose en una entrevista de sus traductores y metiendo la nariz, y me parece adorable porque es él, pero me parece también un poco necio. Hay que dejar a los traductores hacer su trabajo.
¿Podrías contarnos un poco sobre tu primera publicación? ¿Cómo fue este proceso de presentar tu obra al mundo?
Eso fue para mí maravilloso. Si no recuerdo mal fue en 2004. A veces recuerdo que pasó y aún no puedo creer que eso me haya pasado a mí, sobre todo por los múltiples conflictos que estaba teniendo en casa. Fue una locura porque reprobé el último año de la escuela preparatoria cuando siempre había tenido buenas calificaciones y siempre me había portado bien. De pronto ¡puf! Reprobé, y mi papá y mi mamá estaban como “pero ¿qué es esto?” y fue todo un chisme tremendo, todo el mundo en la escuela hablando mal de mí y llamando a mi papá “pero qué pasó, ¿salió embarazada? ¿está en drogas?” y aquello era el fin del mundo. Fue un tiempo horrible, y estaba muy deprimida y mi papá y mi mamá no sabían cómo ayudarme. Luego de eso intenté matarme tomándome las dos cajas de alprazolam de mi mamá. Por suerte fui corriendo y le dije a mi hermana que me había tomado las pastillas antes de desmayarme. Eso fue un horror. Tres días después de esto estuve en el hospital y no recordaba nada. Y pensé “ay que fastidio, tengo que ir a terapia porque la verdad es que no creo que quiera matarme”, o sea sí que quería morirme, pero no me quería matar porque qué horror. Además “¡soy virgen!¡Qué horror que me voy a matar sin haber probado aquello!”
Entonces como que pensé “okay, tengo que calmarme” y me enteré por internet que había un concurso en España en Casa de América para adolescentes entre 14 y 18, y yo tenía 16. Recuerdo que escribí el cuento en dos semanas. Era un cuento sobre una muchacha de mi edad que estaba en Caracas, o sea yo escribí sobre Caracas sin haber estado nunca allí. Y esta muchacha se enamoraba de un tipo mayor que ella que le regalaba libros, porque yo quería enamorarme de un tipo mayor que yo que me regalara libros. Mandé el cuento y estaba muy triste porque se suponía que iban a dar el resultado en octubre y yo lo envié en mayo, pero no lo dieron y yo decía “ay, perdí, qué fastidio”. Pero no. Resulta que me llamaron por teléfono y había ganado. Recuerdo que cuando estaba mandando el cuento mi papá me había dicho “bueno, ojalá ganes, sería lindísimo que ganaras”. Porque además el premio era ir a España. Él decía “ay ¿te imaginas que ganes y tengas que ir?”. Pero creo que en el fondo estábamos un poco escépticos de que realmente eso pudiera pasarme a mí y ¡sí pasó!, y creo que eso cambió mi vida por completo porque tenía el reconocimiento de esta otra gente en otro lugar. Significaba que algo que yo había escrito iba a salir en un libro. Eso me permitió tener cierta notoriedad en Venezuela. Recuerdo que dos días antes de que ganara yo le había mandado ese mismo cuento a una revista digital y me dijeron que no. “Bueno quizás tienes que esperar un tiempo. Está muy bien el cuento, pero quizá le falta oficio”. Tres días después gané el concurso, le avisé a esta persona y entonces quiso reseñarlo. Tuve una primera entrevista en el periódico local de mi ciudad, en Puerto la Cruz, y era como que “¡todo esto me está pasando a mí!”. Y lo que más me gustaba es que había un montón de gente diciéndole a mi papá y a mi mamá “bueno, quizá la niña no es tan estúpida y sí puede”.
A partir de ahí empecé a publicar y empecé el resto de mi vida. Hay una parte de mí que cree que ese fue el principio de mi existencia como persona y como escritora. Recuerdo que no dormí como en una semana de la alegría, pero también como de una mezcla de rabia y tristeza porque también era como “ajá, pero tenía que pasarme todo esto, tenía que venir esta gente para que mi mamá y mi papá me creyeran”. Porque todo ese lío de querer matarme y de haber reprobado quinto venía porque yo les había dicho que quería estudiar Filosofía, y eso requería que me mudara a Caracas para estudiar en la Universidad Central y ellos no querían. Yo pensaba “pero qué estupidez, cómo me van a decir que no a estudiar en la universidad más importante del país”. Pero claro, ahora lo puedo entender mejor. No estaban preparados para una hija que quería ser artista. Recuerdo que me decían “pero ¿cómo vas a estudiar Filosofía? Te vas a morir de hambre”. Además, que también cuando me tocó ir a la universidad ya se estaba perfilando el rostro dictatorial del gobierno de Hugo Chávez. Porque al principio de su gobierno pues las cosas no estuvieron tan mal. Pero ya cuando me tocó mudarme a Caracas a estudiar Filosofía la crisis estaba afectando a mi familia, a mi casa. A mi papá ya se le estaba haciendo cuesta arriba mantenerme en otra ciudad y mantener la casa. El acto de premiación fue en 2006. Ese fue el año que viajé a Madrid. Era la primera vez que salía de Venezuela y era también la primera vez que mi papá salía de Venezuela. Entonces estábamos los dos aterrados y confundidos por todo aquello. Ya tenían las ediciones listas y esa fue la primera vez que vi mi nombre en un libro. Además, era tapa dura en Siruela, unos libros muy costosos y muy bonitos y yo no podía creer que mi cuento estuviera allí. Tenía un prólogo de Gustavo Martín Garzo y era la primera vez que leía a una persona hablando de algo que yo había escrito. Es algo que recuerdo con mucha emoción y ternura. Sin embargo, fue algo muy intenso porque fue aterrador ir a Madrid. Desde el momento que pisamos Barajas tuvimos nuestro primer encuentro con ser el Otro. Estuvimos una semana allí y fue muy duro para los dos, y quizá más para mi papá porque pues ya era un señor cincuentón que nunca había salido de Venezuela. Digamos que había vivido toda su vida este tipo de racismo solapado de nuestra cultura, pero enfrentar esto cuando estábamos allá fue muy duro. Nos quedamos en la Residencia de Estudiantes, una cosa bellísima donde se alojaban personas invitadas por instituciones, y éramos los únicos no blancos. Y creo que esa fue la primera vez que vivimos una situación así. Todo el mundo mirándonos, que a lo mejor ni siquiera nos estaban mirando, pero así se sintió. Pero sí, recuerdo que eso cambió mi perspectiva de muchas cosas y recuerdo que regresé a Caracas con mucha rabia y despierta a nuevas realidades. Luego de eso obviamente lo volví a sentir en 2016 cuando volví a salir del país porque me tocó ir a la Feria Internacional del libro de Guadalajara. De nuevo la sensación de ser el Otro indeseado. Y me tocó ir en un contexto en que Venezuela ya tenía mucha resonancia y en que la inmigración venezolana estaba causando muchísimos problemas en el continente.
“Pienso en el país como metáfora del espanto. Es un espanto ser mujer a veces. Es un trabajo bastante arduo, ingrato y aterrador, por supuesto en todas partes, no solamente en Venezuela. Pero quiero decir que, ya que me lo preguntaste así, resulta casi imposible pensar en Venezuela sin pensar en ese tipo de relaciones. Sin pensar en lo que fue para mí ser mujer, y hacer las paces con ser mujer en ese contexto. Lidiar con la masculinidad ausente, que, aunque no era exactamente mi historia, sigue teniendo ciertas resonancias. Entonces, sí, yo entiendo el país como eco de todos esos fracasos y de esa violencia definitoria”.
Nos hace pensar un poco en el poemario y en el título ‘Cosmonauta’. Nosotras lo entendemos como aquel que viaja desde la tierra al universo y aquel que sale de su hogar ante lo desconocido e infinito. Entonces, ¿hasta qué punto podemos relacionarlo con tu migración y estas experiencias en el extranjero? ¿Te consideras a ti misma una cosmonauta?
Sí, sin duda. Algunos de esos poemas ya existían, los escribí en ese periodo entre volver a Venezuela luego de mi primera visita a los Estados Unidos y mi final partida. Ya deja entrever algunos temas recurrentes, y hay una parte de mi relación con James que es, para mí, como la otredad materializada. No solamente porque él es él, y otra persona y es otro idioma y es otro país, sino porque es también esa otredad en mí. Porque ese es el asunto, creo que Cosmonauta como libro más bien respondía a cómo yo siempre me había sentido fuera del lugar. No sé si el libro precisamente anunciaba que no iba a estar más en Venezuela o anunciaba la crisis, la destrucción del país… yo no creo que el libro sea sobre eso, pero sí creo que el libro pasaba por esa vieja conversación que estaba teniendo conmigo misma, con otros elementos de mi vida y con otras personas, de no estar en el lugar correcto. Yo diría que uno es, ante todo, el cosmonauta de esa identidad fragmentada. Uno mismo de muchas maneras puede ser ese pedazo de espacios desconocidos, y atreverse a ir a ese otro lugar es un trabajo enorme y agotador.
Otro interrogante en el poemario es la relevancia del núcleo familiar. Está la figura de la madre autoritaria y en ocasiones opresora y el padre que, aunque es dominante parece que es una figura más benévola. Desde tu perspectiva de estas dos figuras, en contraste con lo maternal y lo paternal en la sociedad, ¿Qué es Venezuela para ti? ¿Es Venezuela madre o padre?
Esa es una pregunta de oro. Deberían preguntarle esto a todos los escritores venezolanos y hacer una antología. Yo diría que Venezuela es un matrimonio conflictivo. Es a ratos ese padre ausente, que es la figura definitoria de nuestra sociedad. Yo soy un caso atípico, porque más bien yo tengo un exceso de padre y muchas veces mi papá hizo las funciones de madre. Mi mamá no calza en esa figura de mujer venezolana que es padre y madre a la vez. Mi mamá fue increíblemente maltratada, abusada por su familia, por su propia madre. Y para mí ese es el inicio de toda esta tragedia que ha sido mi vida. Ella y todo lo que vino antes de ella, ese ciclo de violencia espantoso. Mi abuela Ana maltrató muchísimo a mi mamá y siempre tuvo preferencia por los varones. Yo pienso en mi mamá siendo abusada y teniendo que salir a vender empanadas porque si no ella les rompía la cabeza a golpes. Una de las cosas más impresionantes que me ha pasado alguna vez a raíz del libro, de Cosmonauta, es que muchas mujeres me escribieron para decirme que esa era también su mamá. Venezuela es ese matrimonio con un padre ausente y donde la mujer tiende a enloquecer.
Pienso en el país como metáfora del espanto. Es un espanto ser mujer a veces. Es un trabajo bastante arduo, ingrato y aterrador, por supuesto en todas partes, no solamente en Venezuela. Pero quiero decir que, ya que me lo preguntaste así, resulta casi imposible pensar en Venezuela sin pensar en ese tipo de relaciones. Sin pensar en lo que fue para mí ser mujer, y hacer las paces con ser mujer en ese contexto. Lidiar con la masculinidad ausente, que, aunque no era exactamente mi historia, sigue teniendo ciertas resonancias. Entonces, sí, yo entiendo el país como eco de todos esos fracasos y de esa violencia definitoria.
¿Cómo crees que es ser escritor, o escritora, hoy en día viviendo en Venezuela? ¿De qué modo crees que la migración de escritores a distintas partes del mundo ha conseguido a internacionalizar la escritura y, en especial, la poesía venezolana?
Siento una admiración profunda por los jóvenes poetas que están allá. Causa muchísimo dolor. Hasta mis 25 o 26 años tuve la oportunidad de todavía ver un país que estaba allí, un país que existía. Recuerdo mi existencia como escritora venezolana en Venezuela y lo terrible que fueron los últimos meses que pasé allí. Fue espantoso no tener que comer, no tener servicios básicos, no saber qué hacer. Y las cosas han empeorado tremendamente. Pienso en estos jóvenes, y en general en toda la gente que sigue allá escribiendo, desde un profundo dolor. Por eso para mí fue un honor publicar Cosmonauta con La Poeteca, publicar Cosmonauta en Venezuela. Ver que este proyecto seguía adelante a pesar de todo, con todo en contra. Hay gente a la que le gusta decir que Venezuela ya no existe, que Caracas ya no existe, y a veces siento que lo dicen casi con resentimiento. Como si les diera rabia que todavía se sigan haciendo estas cosas que contradicen un poco la narrativa de que Venezuela desapareció, y que está sumida en una crisis absoluta. Eso me enoja un poco. Ciertamente quizás la Venezuela, el país más personal no existe. Para mí, en cierto modo, no existe porque mientras mi familia esté en peligro, mi hermana hable de suicidarse y mi sobrino tenga problemas emocionales tremendos… mientras todo esté mal, por supuesto que hay una no existencia. Hay un persistente enojo y enfado porque las narrativas no coinciden. Por un lado, hay un grupo de exiliados a los que les interesa la narrativa del país que no existe, quizás para justificar su propia decisión. Ahí soy yo la que se siente profundamente enojada e incómoda porque creo que no es el punto, porque Venezuela ¡sí existe! Y hay un montón de gente que está allí haciendo lo posible por seguir. Recuerdo que alguien me comentaba, “¿por qué vas a publicar el libro con La Poeteca? Me parece que es un desperdicio.” Y yo, “ah bueno, okay. Chévere. Será un desperdicio, pero es exactamente lo que voy a hacer.”
Hay también mucha gente furiosa en el país, que sigue en el país, que no soporta la presencia o el modo en que otros venezolanos han encontrado cómo existir fuera de Venezuela. Hay a veces cierto tipo de enfrentamiento y solamente digo que prefiero no dedicar la energía a eso. Hay que cuidarse de caer en esas dinámicas y en esos conflictos inútiles. Ahora, a la crítica literaria sí le corresponde meditar sobre estos asuntos y eso para mí siempre es bienvenido. Uno se entusiasma frente a figuras, frente a escritores venezolanos que están siendo publicados en otras partes. Está es el caso de Karina Sainz, está Rodrigo Blanco, está Manuel Gerardo Sánchez… creo que son buenas noticias. La literatura venezolana siendo publicada siempre es una buena noticia. Hay una cierta notoriedad que cae sobre el país por nuestra situación y creo que se está produciendo un tipo de literatura que busca explicar. Me parece bien que cada escritor busque responder a esos asuntos. En mi caso, creo que hay un contenido político en mi obra, pero no considero que esa sea la esencia de mi trabajo literario. No es lo que estoy buscando, no estoy buscando responder a nada. Pero volviendo a la cuestión, me alegra enormemente cuando un venezolano es publicado o cuando obtiene un premio. Me alegra la idea de que existamos.
“Hay gente a la que le gusta decir que Venezuela ya no existe, que Caracas ya no existe, y a veces siento que lo dicen casi con resentimiento. Como si les diera rabia que todavía se sigan haciendo estas cosas que contradicen un poco la narrativa de que Venezuela desapareció, y que está sumida en una crisis absoluta. Eso me enoja un poco».
En Cosmonauta vemos muchísimas ilustraciones, collages, y nos dimos cuenta de que había una repetición de las imágenes. Había primero varias casas: un edificio de viviendas, una casa, otro edificio, otra casa… Y más adelante había ventanas. Entonces nos preguntábamos, ¿el cosmonauta busca un nuevo hogar o desea escapar?
Dijiste “nuevo hogar” y creo que iba a ponerme a llorar. El cosmonauta es un dispositivo literario y puedo esconderme detrás de esa cortina, pero me parece tonto porque a veces pienso que los escritores disfrazamos lo que estamos haciendo cuando en realidad es muy simple. No sé, tú vas a escribir un libro o un poema porque estás muy triste, o porque estás harto, o porque necesitas un momento de belleza, y ¿qué es la belleza? No es nada complicadísimo, es nada más ese… warmth… es como algo cálido que sientes en la sien y el corazón. Y todo está bien por un segundo. Las imágenes vienen de que también me gusta tomar fotos y las que aparecen en el libro las tomé en Providence. La mayoría de las ilustraciones las hice cuando ya estábamos empezando la pandemia, y eso también creo que se vislumbra en el libro, aunque no lo diga. Más tarde pensé en la relevancia de eso. Pasa, por ejemplo, lo que está sucediendo en Venezuela: imagínate que, si ya sentía que mis padres estaban en peligro cada día, con el inexistente sistema de salud de Venezuela ya pensaba “o me voy a morir yo, o se va a morir James, o se va a morir toda mi familia en Venezuela sin ni siquiera jabón”. Qué espantoso, porque entonces lo único que podía hacer era salir a tomar fotos. Las ventanas y las casas de Providence desde afuera era algo que me reconfortaba. Pero si me lo preguntas, yo creo que sí, a mí me gustaría no tener que huir más.
Me gustaría no tener que pensar en que me voy a morir, porque yo todavía me sigo despertando a las dos de la mañana, como solía despertarme cuando estaba en Puerto La Cruz, porque una vez intentaron asaltarnos en la casa y hubo un pequeño enfrentamiento con los delincuentes que estaban en el paredón. No nos pasó nada y digamos que en ese momento vivíamos con el horror de la violencia y la inseguridad de Venezuela, pero en ese momento se materializó. Y desde entonces dejamos de dormir. Los últimos cuatro años que pasé en Venezuela estuvieron marcados por eso: el horror constante de ser asesinados, porque además es lo común cuando hay un asalto a una casa. Y además estaba sucediendo en mi barrio. Yo todavía me sigo despertando acá. Cuando no tomo las pastillas para dormir, sigo repitiendo ese patrón de angustia y sigo pensando en lo que les puede pasar a mi mamá y a mi papá que están solos en la casa. A veces me pregunto, “¿cómo sería vivir sin estar pensando todo el tiempo en que te vas a morir o que van a matar a lo que más quieres?” Sería buenísimo.